Estados Unidos: del sueño unipolar al fin de la supremacía

Eduardo Kragelund
Todo sucedió en una década. El 11 de septiembre del 2001, Estados Unidos -herido por los atentados de Nueva York y Washington- lanzaba su “guerra contra el terrorismo” con el respaldo de una economía prometedora. Diez años después, el país enfrenta una crisis de la que nadie sabe cómo va a salir mientras el temor a nuevos atentados sigue rigiendo la vida de los estadounidenses. 


Teorías conspirativas a un lado, lo cierto es que los atentados le vinieron muy bien al presidente George W. Bush. A nueve meses de haber heredado del demócrata Bill Clinton una economía en recuperación tras la debacle de las empresas “puntocom”, y un gobierno con superávit presupuestario, su gestión se abocaba a dos de las obsesiones históricas de su partido: reducir los impuestos y los gastos del Estado. Sólo su política exterior parecía errática. Para un típico “cowboy” republicano, la desaparición de la Unión Soviética y de la Guerra Fría lo dejaba sin un enemigo claro al que pudiera oponer su fervor patriótico, alimentado por la siempre demandante industria armamentista. Los atentados de Osama bin Laden le dieron lo que necesitaba. En cuestión de horas, Bush diseñó la estrategia que guiaría sus dos mandatos: la construcción a cualquier costo de un mundo unipolar, con Estados Unidos como general indiscutido. Así inventa dos guerras, la de Afganistán e Irak, violando leyes internacionales, desnudando la incapacidad de los organismos multilaterales para mantener un equilibrio en el mundo y tejiendo mentiras tan burdas como las armas de destrucción masiva que supuestamente ocultaba Saddam Hussein. Como un gigante enceguecido y furioso, la mayor potencia militar del planeta se lanzó a perseguir a Al Qaeda, un enemigo escurridizo, oculto en montañas y ciudades, y convirtió al mundo en un coto de caza. “Todas las naciones en todas las regiones deben tomar ahora una decisión: o están con nosotros o están con los terroristas”, fue la alternativa planteada por Bush. La guerra sin cuartel contra el fundamentalismo islámico tuvo dos éxitos claramente reconocibles para los estadounidenses. Bush evitó que Al Qaeda volviera a incursionar en su territorio continental -sus ataques más virulentos se registraron en Bali (2002), Madrid (2004) y Londres (2005)- y su sucesor, Barack Obama, liquidó a Bin Laden. Pero las consecuencias todavía se están pagando. Luego de que comenzaron a diluirse las imágenes de los hombres y mujeres saltando desesperados de las Torres Gemelas, la coalición convocada por Estados Unidos contra el terrorismo, que llegó a sumar rivales como Rusia y China, comenzó a mostrar sus grietas, tanto internas como externas. A una década de la cruzada lanzada por Bush, la guerra contra el terrorismo es una de las más costosas en la historia de Estados Unidos. Concretamente, los gastos de defensa se duplicaron en los últimos diez años al sumar unos cuatro billones de dólares, tres veces más de lo gastado en Vietnam. Nadie puede afirmar que las guerras de Bush fueron la causa directa de la crisis financiera que mantiene en jaque a Estados Unidos. Pero, sin duda, contribuyeron en gran medida a profundizarla al desatar un brutal incremento del gasto público, disparando el déficit fiscal y la deuda externa hasta el punto de poner en la picota el “sueño americano” de bienestar y progreso. Según cálculos del premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz, cada estadounidense, además de soportar un desempleo de casi el 10% y las pérdidas de sus casas por bancarrota, tuvo que aportar un total de 17.000 dólares para sufragar el “sueño unipolar” de Bush. Como dijo el veterano analista Frank Rich, en la revista New York, el hecho más destacado de la década no fueron los atentados de Al Qaeda, “sino el saqueo de la economía estadunidense por los que están en el poder en Washington y Wall Street”. Los estadounidenses “estábamos tan enfocados en la amenaza externa de Al Qaeda a Estados Unidos que no le prestamos atención apropiada a las amenazas más prosaicas dentro del país". A ello se suma el costo humano y moral. Entre soldados, combatientes islámicos y civiles, la cifra de muertos asciende a 250.000 en Irak, Afganistán y Pakistán, arrojando un total de un millón de víctimas si se contabilizan los heridos. Las guerras de Bush también echaron por tierra hasta los principios más elementales consagrados por la constitución de Estados Unidos. El propio ex presidente confesó en su libro “Momentos decisivos” que se había recurrido sistemáticamente a la tortura de los detenidos para “salvar vidas”, mientras siguen lloviendo las denuncias sobre las cárceles ocultas y las violaciones a la Convención de Ginebra sobre las guerras. Dentro de Estados Unidos, la situación no fue muy diferente. El estar “con nosotros o contra nosotros” se tradujo en un estado policial sintetizado en el mensaje oficial que se repite machaconamente en carteles y medios: “si ves algo, di algo”. Así se creó el "Departamento de Seguridad Interna", un gigantesco aparato para controlar opositores y, sobre todo, a los musulmanes que viven en el país, y se aprobó la llamada Ley Patriótica, que dio mayores poderes al Ejecutivo y a sus agencias de seguridad, como el FBI, para espiar a la población. Es decir, se instauró, en aras de la seguridad, una suerte de "gobierno secreto" que redujo a la nada los derechos individuales más elementales, como la inviolabilidad del correo y de las conversaciones telefónicas. La llegada de Obama a la Casa Blanca en enero del 2009 produjo algunos cambios. Inició el retiro de tropas de Irak y Afganistán y buscó relanzar el liderazgo internacional de Estados Unidos, severamente cuestionado por la fracasada estrategia de alineamiento unipolar. Pero como todo lo que ha hecho el presidente demócrata en sus más de tres años de gobierno, sus promesas de cambio quedaron reducidas a medidas parciales o a la nada. Mientras los soldados se retiran de los frentes de combate, aumentan las incursiones de los aviones no tripulados y la base de Guantánamo sigue manteniéndose como símbolo de la impunidad en materia de derechos humanos. Lo único que realmente cambió fue la percepción que tienen los estadounidenses. Después de una década de vivir en un clima de temor y persecución, sólo una cuarta parte piensa que las guerras en Irak y Afganistán disminuyeron las posibilidades de atentados en Estados Unidos, según el último sondeo del Centro de Investigación Pew. Por el contrario, las tres cuartas partes de la población cree que el riesgo de ataques aumentó o no cambió. Es más, el 60% de los estadounidenses está convencidos de que no deben hacerse concesiones en las libertades civiles para enfrentar la amenaza islamista y el 68% se opone tajantemente a que el gobierno vigile las llamadas personales y los correos electrónicos. En suma, Estados Unidos se encuentra frente a una paradoja. A una década de los atentados que sacudieron al mundo occidental y dieron pie a una estrategia destinada a consolidar su dominio del planeta por la vía de la fuerza y la prepotencia, hoy se habla de la inevitable decadencia de su supremacía.

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Mbah Qopet Updated at: 4:21 p. m.